viernes, 23 de diciembre de 2011

24/12/2011


Sospecho que he de morir pronto. Me resigno a no saber el momento exacto de mi partida, pero la incertidumbre en la que me hallo me obliga al miedo absurdo de quien como yo debe soportar la angustiosa certeza de la mortandad, por lo tanto sufro. Debo pensar. La experiencia secular de mis ancestros me sugiere entregarme a la religión que más creíble me parezca o negarme indefectiblemente a toda sumisión, entregarme a mi propia autonomía. Un impulso inmediato me orienta hacia la segunda opción, y tan velozmente como aquello, detengo esa pulsión con un razonamiento medroso: temo desnudarme y saberme incapaz de sostener mi propia vida. O más bien, temo no hallar razones para realizar aquel esfuerzo eminente, a raíz del cual no sé si sucumbiré, ni cuándo ni cómo. Por eso repaso la primera opción, desde que tengo uso de razón. Pero tampoco me entrego, por la naturaleza egocéntrica que reviste a mi especie; sin embargo, siento una profunda satisfacción al descubrirme en esta actitud sediciosa, que acusa mis propias características biológicas y las entiende como un obstáculo para entregarme, para reorientarme sintiéndome incapaz, al menos, en lo que concierne al descubrimiento pleno del sentido de estar con vida. Y aquí me encuentro frente a un problema: descubro un obstáculo a mi entrega presente en lo profundo de mi ser, por lo tanto, si he de entregarme a algo, será luego de rebelarme contra mi propia naturaleza y trascender sus límites, quebrantar sus fronteras, burlar sus abismos y desafiar sus azares. Escondo en mi interior algo más que la lógica de la materia, de lo concreto y visible; aquello guarda el sentido que me salvará de la angustia de ser huérfano ante el mundo.

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