domingo, 20 de abril de 2008

Carta a un niño



Querido Sebi:


Te escribo sin saber dónde estás, sin saber siquiera, si esta carta tiene un destinatario. Nada más quisiera decirte que puedo verte; sé que allí dentro donde nadie mira, hay una pena lastimándote. Sé que no deseas hablar con nadie, tan sólo callarte la boca, como si fuese un juego divertido el de romper tus propios records de orgullo patético y finalmente doloroso. Aún no me conoces; pero yo puedo verte. Sos un parásito con baja auto-estima, con baja auto-estima porque te diste cuenta que realmente sos un parásito. Pero un parásito con ojos abiertos, vale más que todo ese conjunto de bichos denigrantes y homogénos, perversos y sempiternos que te miran como diciendo: "Sos un chico, no vales más que lo que vale un chico" y ese sería el adorno convencional de su ignorancia, porque vos sabés (y ellos no lo saben), que en realidad no sos un chico. Vales lo mismo que cualquier otro, pero no sos un chico. Cargas la nostalgia que sólo pueden dar cincuenta años de recuerdos. Vos tenes tus recuerdos, de partida, en un país que no es este; porque aquellas no son las voces que te acunaron y cimbraron como preciosas brisas de aire tus primeros atisbos de vida; aquellas no son las voces que recuerdas. Aquellas son las voces que un destino insobornable reservó en tu nombre y en el de tu familia. Tú lo sabes, y lo digieres como algo que paradojicamente lo hubieras preferido prohibido, para no hallarte soldado de una guerra a la que no perteneces.
Calculo que tendrás uno o dos lápices de mina mordidos en la cartuchera, un calsoncilo de hace tres días y quizás, si te agarró hambre a la mañana, tenes escondido en tu mochila un alfajorcito; calculo también que no debe importarte. Porque a vos te interesan sólo las cosas importantes: Cuánto te mintieron, de qué Dios te hablaron, cuántas sonrisas medrosas, absurdamente forzadas, torturaron en tu nombre. Porqué los gritos, porqué las peleas, y una vez más, porqué carajo los gritos. Porqué este complicado juego de acentos, porqué esta empatía apresurada con el dolor ajeno, porqué esta maniobra típica de la miseria de alejar tus dudas de cualquier respuesta posible. Pero estás enredado en tu infancia, adiestrado para tu infancia, en tu infancia que es una fila de silencios esperando ser salvados por el lenguaje. Yo sé que no es odio lo que ocultas, yo sé que es un amor que no conoce caminos para emprender su viaje, yo sé que es una flor pisada, un armario de abrazos y besos reprimidos, un algo que se aferra a vos y te llama con voz de huérfano, y te pregunta si acaso vendrán a buscarte hoy, y te ponés a pensar si es posible volar, demostrarles algo fantástico, nunca antes visto, para asegurarte de que irán a verte.
Te preguntarás quién soy; digamos que una mezcla entre decisión y tiempo, entre lo que no le dijiste a tu papá aquella tarde de mates y lo que juraste por tu vida que le dirías a tu mamá. Soy el sobreviviente de tu guerra, el que luego buscó una tregua con quienes culpas en silencio, con quienes no sobornas sonrisas ni disfrutas de aquellas que te interponen como un regalo honesto y sencillo. Soy quien más te recuerda, quien desearía ahora mirar con tus mismos ojos, quien desería dormir con tu mismo cuerpo, quien desería abusar de tus labios para besar a quienes merecen de tí cuantos besos pudieras entregarles. Y soy a la vez quien más te odia, por no aprovecharte, por no entregarte. Seguramente ahora estarás pensando que realmente no te entiendo, que soy uno más que llega con discursos grises, aburridos, falsos, tontos, inmensamente hipócritas, es decir, ajenos. Perdoname; la verdad es que no sé cómo debiera yo dirigirme a un niño.

Atentamente,
Sebastián.


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