lunes, 19 de mayo de 2008

Nuestra enfermedad incurable

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Más de diez años a su lado y nunca le ví la cara. Ni a sus hijos, que por consiguiente, debían ser mis hijos. El error irreconciliable de procrearlos, de yo dártelos o de tú robartelos. Qué importa. Al fin y al cabo, sólo por ellos decidimos afrontarnos, sólo por ellos decirnos familia, aunque siempre con la misma indiferencia, como si realmente (y de esto soy testigo) nunca nos hubiesemos querido. Hubo, sin embargo, un tiempo en que cada uno aprendió el nombre del otro, como un niño aprende el abecedario o las vocales. Y reconozco que dicha inocencia fue el argumento más sólido que pudo haber tenido cualquiera de mis locuras. Sin duda, la de dejarlo todo, fue la más desmesurada de mis locuras. No nos lo propusimos, sino que se dio, casi al mismo tiempo en que se dieron nuestros hijos; inoportunos, indeseables, horrorosamente amados. Porque los niños no cargan con niños, sino que con muñecos, o a lo más, con carreras universitarias. En aquellos días (que merecen ser aquellos por ser nada más que del pasado) que ella fuera chilena y yo argentino, era nuestro juego de coquetería más desopilante, nos hacía reir y enamorarnos más de la cuenta. En ese entonces yo le decía: "No seas pavota, Carolina", y Carolina asintía con un dejo de duda o misterio que expresaba con una sonrisa encantadora. Bastó el tiempo para que aquella rutinaria gracia, se transformara en un llanto que eligiera mis ojos. Mis ojos, que corrieron como por un péndulo, desde lo inexorable hasta la más humillante vulnerabilidad.
Pasamos (siempre juntos) de ser amados a ser olvidados por nuestros seres queridos, de querernos a olvidarnos lentamente, como una encrucijada del destino, que por ser lenta duele el doble. De ser libres a dejarnos caer en el abismo que fue formándose de a poco; y vernos morir, en el mismo sitio donde un día nos juramos la vida.
Enfrentar todo esto era de algún modo, aceptar la culpa del suicidio. Los gestos de cariño parecían oxidarse, y hacer el amor era casi como una oratoria dominical, casi como un ritual que evocaba una funesta y desagradable resurrección de cadáveres. Recuerdo cuando por primera vez abrí la puerta de casa y no estabas; toda la tarde se adornó de rosas, es decir, todos los rincones de la tarde vistieron solemnes, se hicieron trágicamente felices, de golpe, y aquella increíble lozanía me aludía, cual si fuese yo la única razón de su beatitud. Allí me quedé clavado mis siguientes años, en la equivocación que formamos, o más bien, en los restos de equivocación que formamos; es decir, sin hijos y sin esperanza de vernos convalecer. Si por alguna razón volviera a verte, no te ofrendería mi despecho que no mereces. Seremos inevitablemente más maduros, y seguramente estaremos solos, al fin, tú por tu lado y yo por el mío. Sería también, por primera vez, inevitable serte sincero y decirte qué fue lo que más me ha dolido de ti. Más de diez años juntos y nunca te ví la cara, es cierto, pero tú nunca me viste los ojos.
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